VII. De la invasión de demonios e inquisidores, y su expulsión

Los hombres-lobo se retiraron, pero en un último acto de venganza miserable, invocaron sobre Londres una plaga de demonios y terribles seres infernales. Aunque estas criaturas no eran una amenaza física o directa para los vampiros, a nadie le gustaban y atormentaban a los humanos. Peor aún, su llegada atrajo una alarmante concentración de inquisidores poco dispuestos a diferenciar entre respetables y decentes vampiros y detestables espíritus del mal.

En primer lugar, el Príncipe se dirigió a los inquisidores (en persona, desoyendo los consejos y advertencias de todos) y pactó la paz con ellos. Se estableció una contraseña sencilla y fácil de recordar para los vampiros. Bastaría pronunciarla para que los inquisidores no atacaran.

Esta alianza fue tensa de todas formas, claro está. Hubo dudas y quejas pero la contraseña funcionó a la perfección: ni un sólo Cainita fue importunado por los inquisidores mientras duró la tregua.

Entre tanto, los demonios se soltaron la melena y pretendieron adueñarse de Londres. Su líder, una detestable ferectoi, llegó a visitar el Elíseo e insultar públicamente a toda la raza Cainita. Esto enfureció al Príncipe, que dejó escapar un estallido de poder y cólera que hizo que la ferectoi huyera apresuradamente. Desde ese momento evitó la confrontación, optando por conspirar e intrigar.

Viendo que no iba a haber un arreglo pacífico para todos, mientras los inquisidores se ocupaban de los espíritus más escandalosos, las posesiones, los súcubos y esa clase de actos, el Príncipe decidió visitar a la ferectoi. Tras abrirse paso entre sus guardianes llegó a la inmunda criatura, que al verse derrotada trató como último recurso de seducir a Lord Nathan. Aunque tiene fama de compasivo, también puede tener el corazón de piedra cuando se trata del bienestar de sus súbditos. No se ha dado el caso de que una mujer hermosa haya conseguido embaucarlo en tonterías ni torcer su voluntad, de modo que la líder infernal fue expulsada al Abismo para alivio de todos.

Poco después, con los demonios debilitados y el trabajo hecho, los traicioneros inquisidores rompieron la tregua. Aún así, el comportamiento ejemplar del Príncipe y su corte les hizo admitir, a regañadientes, que había peores enemigos que el Elíseo. Su amenaza no se disipó, pero se limitan a la vigilancia.

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